Del libro “Las mujeres
y la culpa” de Liliana Mizrahi
La fuerza del deseo y del poder se disocian y se enfrentan
antagónicamente. La culpa ataca la coherencia e integración
“querer-poder-hacer”. Se divorcian el deseo, el pensamiento y la acción. La
praxis, en el contexto de una ideología totalitaria, será alienada o no será.
Cualquier forma de integración que otorgue coherencia es desbaratada y pone de
manifiesto el desdoblamiento entre el deseo y la conducta. Lo que hacemos
traiciona lo que deseamos y desmiente lo que decimos.
No somos ni una cosa ni otra y estamos ahí sin ser ni llegar
a ser. Nuestra hibridez específica reside en esta “carencia de ser”. Disociadas
entre lo que somos, lo que desearíamos ser y lo que creemos que deberíamos ser.
Desdobladas entre una realidad frustrante y expectativas de
gratificaciones, entre sueños de superestrellas y una realidad de ama de casa, entre
lo que nos vende la TV y lo que nos da la realidad, entre una identidad pasiva
y sumisa y una libertad desenfrenada, entre la moral cristiana y la competencia
feroz, entre el amor al prójimo y la sospecha al vecino, entre los amores
traicionados y las máquinas leales.
En esta sociedad que vive para consumir se legitima la
desproporción entre lo posible y lo real. Se institucionalizan absurdas
mentiras que se problematizan a sí mismas. El desdoblamiento parece insalvable.
Vivimos extrañadas, despersonalizadas y neutralizadas.
Esta actualización postergada a perpetuidad es el eje sobre
el que gira la psico-somato-patología del universo culpable. El desdoblamiento es un aspecto de la
incompletud. Subyace en la incapacidad de elegir-decidir y es parte de esta
imposibilidad de actualizar que impone el sistema totalitario.
Nos encontramos con una vida personal desdoblada subjetivamente
y una vida social paranoide, antagónicamente disociada de otros seres. El poder
del sistema totalitario explota ambas escisiones y las alimenta a través del
miedo y la confusión.